La biblioteca de la buhardilla XVI: Chuva
Jairo salió a la calle vestido de
sorpresa; no conocía otro color que el gris oscuro en las teselas que, como en
un puzle, formaban la calle. Aquella mañana parecía que alguien hubiera bruñido
cada una de las pequeñas piezas, para que lucieran un bronceado que el niño no
esperaba. ¿Les dolerá como me duele a mí la espalda cuando me da mucho el sol
en la playa? Gateó hacia la iglesia por la zona peatonal, palpando ante sí,
como un médico palparía un vientre empachado, intentando averiguar si era
demasiado el calor para aquellas piedras.
―¿Qué tienen, doctor? ―le preguntó la amiga imaginaria que
siempre le acompañaba y que le interrumpía en los momentos más inoportunos.
―Silencio, que no le encuentro el pulso ―ordenó.
Anduvo dando vueltas a cuatro patas durante
un buen rato, sin acertar con el tratamiento más adecuado al mal de sol que sufría el adoquinado. Se van
a romper, pensó. En el colegio nos dijeron el curso pasado que el calor hace
más grandes las cosas ―¿se
dilatan? No recuerdo bien si era esa palabra la que dijo el profesor―y si crecen mucho, aunque sea unos milímetros cada una
de las piezas, no cabrán en la plaza y se acabarán rompiendo. Puede ser una catástrofe.
Salió corriendo hacia una cafetería de los alrededores,
tomó prestada una servilleta ante la mirada consentidora de la dependienta, y,
con su lápiz de apenas cinco centímetros, extendió una receta:
Lluvia intermitente, diez minutos
cada hora hasta que llegue el otoño.
Firmado, doctor Jairo.
―Ahora, qué hago con ella ―pensó, mirando al cielo que no
anunciaba las nubes recetadas―parece que no hace efecto por sí
sola.
Buscó una farmacia con la mirada. La de la
plaza del mercado no abre los sábados. ¡Ah! La de enfrente de la Iglesia estará abierta.
Allá fue.
―Por favor, necesito esto.
La farmacéutica tomó la servilleta, la leyó
muy seria, todo lo seria que fue capaz, y la dejó con delicadeza sobre el mostrador.
―Un momento, vuelvo enseguida.
Al rato, salió la mujer acompañada de un
anciano de aspecto venerable, alto, con pelo y barba tan blancos como sus
batas. Lucía unas gafas de lente redonda que le cubrían todo el ojo.
―Veamos, qué tenemos aquí. Interesante, necesita usted
que llueva. ¿Puedo preguntarle la razón?
Jairo le explicó el problema. Su amiga
imaginaria trataba de interrumpirle a cada momento, pero él la hacía callar.
―Veo que se contesta a sí mismo. ¿Habla
solo? No tengo medicamentos para eso ―comentó, sarcástico, el
farmacéutico.
―No, es mi amiga Marola. No me deja hablar. ¿Qué no la ven?
―¿Deberíamos? ―preguntó el anciano ante la sonrisa divertida de su
compañera.
―No me diga que no la puede ver. No
me lo explico ―se quejó Jairo, ofendido.
―Sabe, joven, el problema es que,
cuando crecemos, dejamos de ver algunas cosas. ¿Ha leído Peter Pan?
―He visto la película. ¿Sirve?
―Puede valer, pero no se pierda usted
el libro, entenderá de qué le hablo. A lo que vamos, yo no puedo ver a Marola ni puedo dispensarle diez minutos
de lluvia cada hora como pide la receta.
―¿Y qué hacemos? El suelo de la plaza
se va a romper.
―Tranquilo, tengo la solución ―afirmó el anciano.
―¿Cuál? -preguntó el niño, mientras la
dependienta miraba con cierto asombro a su jefe.
―¿Por qué ves a Marola? ―preguntó el hombre.
―Porque quiero. Viene siempre que la espero o necesito.
Y cuando no, también.
―¿Y no puedes hacer lo mismo con la lluvia?
A Jairo se le iluminó la mirada, era una
gran idea. El farmacéutico sería un anciano, pero le entendía mejor que muchos
de sus amigos de su edad. Corrió detrás del mostrador, abrazó al hombre y salió
a toda prisa hacia la plaza.
Se sentó en la escalera de piedra que subía
al pórtico de la Iglesia y esperó a que lloviera del mismo modo que aguardaba a que apareciera Marola cuando sus amigos le dejaban solo y no tenía con quien jugar. Y llegó,
no sólo diez minutos, durante horas estuvo contemplando como caía aquel agua sobre
las teselas necesitadas de su frescura.
La madre de Jairo lo cogió del brazo, lo cobijó
bajo el paraguas y lo llevó a casa para que se diera un buen baño caliente,
preguntándole en qué demonios estaba pensando para mojarse de esa manera,
mientras Marola y el farmacéutico le decían adiós desde la puerta de la
farmacia, vestidos con chubasqueros hechos de servilletas de papel que
recetaban lluvia.
PD: Que haya titulado el cuento como lluvia en portugués tiene que ver con que, mientras lo pasaba al Word, una de las canciones que ha escogido mi Youtube Music ha sido precisamente Chuva, de Mariza. Me ha parecido una señal del cielo.
Que bueno que imaginación y como lo plasmas en papel, me encanta . La imaginación no tiene limites, es bueno muy bueno
ResponderEliminarMuchas gracias 😊
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