La biblioteca de la buhardilla V: El gaitero del mar

La bruma abrazaba el paisaje, celosa hasta de la inocente mirada de un niño que recorriera la belleza que escondía entre sus brazos, como un tesoro inalcanzable; la suave colina, que sube hasta el faro y desciende hacia la orilla buscando la caricia del mar, vestida de verde esperando el amanecer tardío tras la neblina; las rocas que circundan caminos y pliegues, esculpidas por el cincel de la marea que va y que viene, sin saludos ni despedidas; el mar bravo que a morir se llega, o a nacer quien sabe, hasta la abrupta costa que rodea lo que la niebla oculta; la luz de una tierra y unas gentes, que asoma con timidez desde lo alto de la torre que corona la loma; y la voz de una gaita que canta a la alborada, llamando al sol remiso.

Descalza sobre la hierba, envuelta en una tenue túnica blanca, escucha al gaitero cuya silueta adivina encima de la Rosa de los Vientos. La melodía se diluye entre el rumor del océano llegando a puerto, al tiempo que las luces del día se abren paso irradiando las miradas de los astros. Sobre la Rosa, solo los vientos que la recorren, buscando destino en su rostro, a la vez que juguetean con el vuelo de sus ropas y el frío de sus pies, consolándole por la marcha del gaitero al que fue a buscar.

Cada día llama el alba a la niebla, a la colina, a las rocas, al mar, a la luz del faro, mientras los sones de su himno suenan desde el centro de los vientos. Y los ojos vírgenes abren las pupilas para preñar sus iris de los colores de la vida y del mar, sintiendo su latido en sus pies desnudos. Hoy el sol embadurnando de luz la aurora por encima de la bruma, como una cúpula imaginaria que viniera a coronar la morada de los dioses. A la llamada de la claridad, el murmullo del mar recoge el son de la gaita hacia sus adentros, abrigando de soledad a la Rosa ahíta de sones.

Y el sol gira. O la Tierra. O ambos se enredan en una danza interminable. Y la Torre dibuja el camino recorrido con su sombra, sobre el tómbolo y sobre el mar, hasta que la fatiga anuncia al velo de la noche que le recibe con la sonrisa creciente de la luna. Reflejo de luz ajena, dibujada sobre un enrome lienzo: es el mar, que lleva su brillo de contrabando hasta los mismos cimientos de la Torre que se pliega a su majestad. Siente frío en los pies. Larga la noche sobre la caja de los vientos a la que una rosa le prestó el perfil. Inmóvil, sobre el pétalo que abre la flor de piedra pintada, aguarda la llegada de la mañana. De su amor por el gaitero sólo su corazón sabe: oirá de cerca la alborada sonar, mientras le mira a los ojos, prometiéndole amor quizás eterno.


Rompe el día, llegan sus luces a todo su alrededor, bordeando la calima, navegando sobre las olas de un mar algo más inquieto. Si el océano callara, sólo el silencio. Si ella marchara, nadie en la Rosa. Manan porqués de su mente y de su corazón, temores propios y ajenos que lo fueran a buscar más allá de su tristeza. Agotada de tanto sentir, se durmió acurrucada entre los vientos que formaban los pétalos de la Rosa. Breve sueño al cobijo del faro. Al despertar, en su regazo la gaita como un presente en la noche de Reyes. La acunó arrodillada, mientras le cantaba una vieja canción de amores antiguos con los ojos perdidos en el horizonte donde se esconde el mar. Dejó la gaita en el suelo y caminó hacia la orilla. De los pies, brotes de sangre que dibujaban el rastro de su pena clavada en la piel como crueles espinas. Las de una rosa.

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