El cortejo de las musas III: Soñar para escribir.

Quiero escribir. Aparto los aparejos y me niego hasta la más mínima letra. Ni pensar en una palabra entera. Utopía la frase. Milagro el párrafo y para el cielo fiáis una página siquiera. He de soñar primero.

Dejé Coruña. Dejé Novelda. No vivo en Hamelín, donde el flautista, aunque mi yo real camine por ella. No lo contéis a nadie, pero en realidad vivo en una vieja aldea inexistente de la Costa da Morte. He venido hasta aquí para que sus moradores imaginarios me cuenten una historia que escribir. Están enfermos, todos. Morirán. Algunos al menos. El cura no. La mala hierba ya se sabe. Vendrá un visitante de un pueblo del mar de Iroise. Su aldea quedó enterrada bajo cruces sembradas por la misma enfermedad. Él también murió, y al fallecer se refugió en el bosque de Broceliande cuyas crónicas me permite contaros. Era un druida. Merlín fue uno de sus ancestros.

Recorro las calles del pueblo, casi difuminadas en el olvido; la costa, ora rocosa, ora mansa playa, me lleva hasta el puerto donde amarran cadáveres de naves que zarparon un día, y otro, y al siguiente, hasta que les llegó la derrota del abandono. Hablo con vivos y difuntos. No veo el día de sentarme ante la hoja en blanco. De narrar lo que ocurrió en esa aldea que llevo visitando más de un año. Secretamente. Sólo unos pocos lo sabían.

Los veo conversar, al cura y al druida, sentados ante el parapeto rocoso del acantilado. Estoy sentado entre ellos. No me ven. No saben que estoy allí. Les escucho y contaré lo que dicen. Diré que me lo inventé todo, que es fantasía, ficción, leyenda. Pero vosotros, cuando la leáis, os creeréis hasta la última palabra, porque dentro de vuestras mentes, vuestros corazones, seguís mirando la vida con ojos de niño.

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