Confieso que he leído XVIII: La sonrisa etrusca, José Luis Sampedro.

Como siempre que una novela es alabada por la multitud, me resistí a leerte. Pasó con El Médico, con Los pilares de la tierra y con otras tantas que aún quedan por leer. Este verano corregí mi error. Y doy gracias a los dioses por haberlo hecho.

Me he encontrado una novela irrepetible, magistral, donde prácticamente con un solo personaje José Luis Sampedro nos trae y nos lleva del pasado al presente y viceversa, de la vida rústica y a pie de calle de hace años, a la indiferencia urbana de hoy en día. Aunque nos deja abierta la puerta a que, a pesar de esta vida actual, individualista y efímera, queden resquicios para las relaciones humanas sinceras y profundas.

El protagonista, un hombre anciano, apartado de su vida rural, que vive sus últimos meses en Milán con su hijo, su nuera y, sobre todo, su nieto, un personaje casi mudo pero imprescindible, encuentra pequeños oasis de vida auténtica en todo ese mundo tan falso e hipócrita de las grandes ciudades.

El autor se teje una novela con una prosa tan espartana como hermosa, directa, sin ambages innecesarios. Es casi un diálogo entre el abuelo y el nieto, un monólogo más bien, pues el bebé nunca responde. O casi nunca. Es también un canto a la vida en la tercera edad, de la búsqueda de ilusiones por las que seguir viviendo, amando, riendo...

Me hubiese gustado leerlo hace años, más joven, para ahora poderlo releer con la perspectiva de la edad. Espero poderlo leer dentro de muchos años, cuando tenga la edad de su protagonista, y emocionarme con la visión que la vejez me ofrecerá de esta maravillosa novela.

No cometáis mi error. Leedla, por favor, leedla.

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