Cuentos del diccionario III: La tormenta

    Pascual se caló el sueste, guareciéndose de una lluvia que no tenía pensado parar en toda la tarde. Soltó la estacha del noray para hacerse a la mar, que discutía con la llovizna a golpes de ola contra el espigón. Sabía que era una imprudencia abandonar la bahía, pero ni siquiera la media hora en la que tendría que projear con todas sus fuerzas hasta bordear la península que se abría a alta mar, conseguiría disuadirle de su atrevimiento. 

    No había nadie observando la zozobra del embarcadero cuando zarpó; detrás de las ventanas del bar de la lonja, empañadas por el vapor y el humo de los cigarros, corrían las copas de anís, los carajillos para templar el gaznate y las manos de mus con las desgastadas barajas españolas, que los pescadores más prudentes prefirieron a la cellisca del exterior, que sacudía sus embarcaciones amarradas a puerto.

    Aquel insensato, ajeno a la indiferencia de las partidas de cartas, a los golpes de las fichas de dominó sobre el mármol de las mesas o los gritos de los concurrentes celebrando un cante de las cuarenta, en la única partida de tute que se disputaba en el local, no veía más allá de la proa de su barca, con la mirada encogida detrás de la lluvia y la nieve que el viento mezclaba antes de arrojarlas sobre sus ojos. Hacía frío; los pies calados dentro de sus botas de goma; el grueso impermeable, sazonado de grasa que invitara al agua a no quedarse sobre él, no daba a basto con todo lo que le llegaba por cielo y mar. 

    No se dio por vencido. Tardó más de lo que esperaba en salir al encuentro del océano que le recibió con sus mejores galas. Siguió remando, cercano a la costa, soportando las acometidas que la tormenta le remitía por babor.

    Neptuno -Pascual creía más en Poseidón, pero no sabe porqué se acordó del dios romano y no del griego- le permitió llegar a su destino. Más allá de la zona de las playas, desembocaba un albañal escondido entre las rocas que había arrastrado el ímpetu de un antiguo torrente venido a menos. Encaró la proa hacia allí, no sin esfuerzo, y remó contra la tibia corriente de las débiles aguas residuales que bajaban desde las aldeas aledañas a morir al océano, cuya bravura quedaba ya a popa de la barca.

    Llegó hasta donde la profundidad del cauce le permitió; cuando encalló, echó pie a tierra y se dirigió a la primera casa que acompañaba el cauce del albañal: era una vieja palloza que conocía muy bien. La puerta no estaría cerrada: aquellos a quienes iba a buscar no esperarían visita, impracticables los caminos de acceso por la tormenta. 

    No repararon en él. Su mujer gemía como nunca la había oído gemir, al recibir el orgasmo de don Julián, el párroco, que la bendecía en aquel mismo momento, susurrando su propio placer como otorgando una absolución sin propósito de enmienda.

    Se marchó por donde había venido sin advertir de su presencia. El mar estaba entonces en calma y el regreso fue tranquilo.

    Amaneció soleado al día siguiente. La comunidad se reunió, como cada mañana antes de zarpar, alrededor del altar en la misa de seis. Cuando el sacerdote abrió el misal para comenzar la celebración, la vio. Allí, entre la palabra de Dios y la cinta que separaba las páginas, pudo contemplarse a sí mismo encima de Carmen, desnudos como nuestros primeros padres en la lectura del Génesis, acoplados sobre la cama de la palloza. Al levantar la cabeza, sus feligreses compartían la misma fotografía, que sobresalía en su libro de cánticos, mientras Pascual abandonaba el templo que aquel sacerdote no volvería a pisar jamás.



Palabras del diccionario y sus culpables:
Noray y estacha: Ella, maldita alma, Manuel Rivas.
Albañal: La mirada del alma, Luis Mateo Díez.
Cellisca: Lolita, Vladimir Nabokov
Projear y Sueste: Entre cielo y tierra, Jón Kalman Stefansson.

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