Confieso que he leído I: La Catedral del Mar, Ildefonso Falcones.

Vivía yo entre los escépticos, como siempre que los trompeteros anuncian la llegada del Mesías, para dejarnos finalmente con la desilusión de un profeta más. Arrinconado en la estantería junto tantos otros de igual factura, que aguardan mejores ánimos lectores.

Llegaron, al fin, los esperados deseos, al igual que la primavera, que nadie sabe porque lo hace. Así lo dijo el poeta, y así debe de ser. Fue en buena hora, porque no es sencillo encontrar hermosas historias en manos de hábiles trovadores, que nos las hagan llegar a través de la literatura, en forma de novelas que merezcan el nombre de tal. Pocas hay, y Maese Falcones compuso una.

Termina uno esperando ver la Catedral construida, y a fe mía que terminas viéndola crecer hasta que la última piedra es colocada. Ves los rayos de sol entrando por las vidrieras, recorriendo toda su planta, iluminando de colores su interior, evocando a la alegría.

No nos cabe en la imaginación una Catedral lúgubre y triste: es un templo Mediterráneo, con la luz del sol y la brisa del mar que hacen de Barcelona la ciudad que fue y es: capital de un mar interno, cuna de nuestra cultura. Perdón, Cultura.

No imagino Barcelona sin Colón apuntando a América. Tampoco sin la Gaudiana Familia, ni el Parc Güell. Ni el Barça o Montjuic. Pero si no me hubiera acercado a tocar con mis manos, las piedras que tanto sudaron los bastaixos, llevándolas desde la Cantera Real o desde la playa, donde atracaban los barcos, hasta el Barrio de la Ribera, donde en la Plaza del Borne se alza la Catedral. La novela, y la puerta de la Iglesia, homenajean a estos hombres.

Homenajeadlos vosotros también, leyendo La Catedral del Mar.





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