Cuaderno de bitácora XI: Leche caliente

    El otro día olí la leche caliente de mi niñez. Volvió a mí al abrir un paquete. Estaba fría, pero el aroma me llevó hasta el cazo de mi tía Josefina, en su casa del Carril, la calle de la familia, que vertía leche casi hirviendo sobre mi taza, donde la aguardaban trozos de pan con la promesa de convertirse en sopas para la merienda, repartiendo el perfume de la leche caliente por toda la sala, tan intenso, que traspasó cincuenta años para llegarme hasta aquí, hasta ahora.

    Si los olores son el mayor catalizador de la memoria, a mí me regaló la escena completa aquel aroma a hervor que me obligó a cerrar los ojos mientras mi tía me servía: Y vi la gran mesa de comedor, de mármol negro; la chimenea, siempre apagada, que presidía el salón; la puerta de la cocina, abierta, que dejaba ver el escaso espacio que quedaba en su interior para las tareas; el calor del brasero, removidas las brasas de cuando en cuando para alimentarlas de oxígeno como a mí de sopas; al fondo, enfrente, la escalera que lleva a los dormitorios, para mí, en realidad, un pasamanos por el que encender los gritos de mi tía y de mi madre tratando de que no lo utilizara de tobogán.

    El tazón está lleno, el pan sumergido y empapado de leche que aún humea, amenazando con quemarme la boca si no llevo cuidado. La cuchara aguarda mis órdenes.

    - Come, que se enfrían.

    La impaciencia de mi tía, su preocupación más bien para que comiera caliente, choca con mi miedo a perder la sensibilidad en el paladar.

    - Si quema todavía, sopla.

    Me había leído el pensamiento. Lleno la cuchara, soplo, me la llevo a la boca e invento ese idioma en el que se habla cuando nos estamos quemando.

    -Chico, sopla más.

    -Ahora es tarde, tía - pienso con los ojos conmovidos por la quemazón.

    Cierro el paquete de leche, regreso a ese presente en el que ni mi tía, ni mi madre, ni el tazón humeante, ni el aroma a sopas calientes permanece. El pasamanos, sí, ese sigue ahí. Lo que ya no le veo es la forma de tobogán.
 

Comentarios

  1. Siempre es limpia esa memoria de niño que llevamos en la mente, y son vitales esos olores que quedan fijos que
    quedan grabados en nuestra memoria, marcando nuestras vidas como si de un bálsamo sanador se tratara.
    En fin amigo Luis, siempre es grato viajar al pasado contigo.
    Un fuerte abrazo en la,

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  2. distancia... Juan Soriano

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    1. Los olores son los catalizadores más puros de los recuerdos, pueden pasar décadas sin reconocerlos y, tras tanto tiempo, nos llevarán al momento, lugar y situación exactos donde estuvieron presentes. Proust manejó esto con maestría, por eso sus novelas son tan especiales. Y a nosotros nos ayudan a recordar que, de alguna manera, la felicidad siempre estuvo ahí.

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