Confieso que he leído XXVI: Historias Mínimas, Natacha G. Mendoza


    Si conociese a Natacha, no me dejaría abrazar por ella, porque ya tengo su abrazo descansando en mi estantería después de la batalla y no quiero perder el recuerdo que ha dejado en mi memoria.

    Ojalá que no me hable nunca, que la voz que surgía de cada una de las páginas de sus historias, mínimas, sea la que escuche siempre de ella, que no se borre ese murmullo como si fuese el del mar, que va y viene llevando sobre su espuma los cuentos que imaginó para nosotros.

    Ella ha hurgado en mis entrañas, porque a través de sus palabras ha venido Ana María Matute a buscarme, y Ángel González, con el modo con el que los panaderos prueban el pan, y Cortázar, siempre presente. Todos ellos, inolvidables, han vuelto a través de estas  historias, como al trasluz de un visillo que nos dejara ver lo justo para que sepamos que están ahí.

    Me ha mantenido despierto, alerta, cada relato es una trampa. Me ha enseñado que nada es lo que parece, que no hay presupuestos en lo escrito; que cada vez que la lea, entenderé una cosa distinta, que nada es lo mismo, aunque al final lo pueda llegar a ser.

    Y ella se esconde detrás de quien nos cuenta la historia, ora hombre, ora mujer, a veces sin saber realmente quién lo hace, quién escribe. Maneja tantas voces, que no sabemos con cuál está hablando. Nos deja con la duda. Cada relato, saboreado como un buen vino, paladeado como un exquisito postre, nos obliga a poner de nuestra parte, somos responsables de su resultado, de su desenlace que, como los límites que estudiábamos en el Instituto, tiende a infinito.

   Qué van a ser mínimas esas historias, hasta en eso nos engaña Natacha. Dicen que los mejores perfumes o los dulces más deliciosos, se presentan en envases mínimos. Eso, el envase, pero el contenido, no deja de ser, como el de Natacha, extraordinario.

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