 |
Günter Grass, Premio Nóbel de Literatura. |
Hoy he encontrado dulzura en el alemán. Tiene su mérito, en verdad, aunque no sea mío, sino de la interlocutora que ha corrido el tupido velo que sólo nos permite oír una lengua agria, seca, cortante, casi desagradable a veces. Y es que cuando a algo, o a alguien, le colgamos un sambenito, teniendo quizás parte de razón, caemos en una generalización que se antoja injusta y exagerada.
No cambio a una andaluza hablando ese español susurrante, preñado de gracejo y negros ojos que se clavan en el alma, hiriéndote de voz y mirada para el resto de tu vida.
No cambio a la sonrisa palmesana que, en mallorquín, me acarició el oído mientras me contaba nuevas historias de juventud, al son de la marea que iba y venía sobre la playa desierta, a última hora de la tarde.
No cambio el deje que llegó de Chile a recordarme que el español también se canta al hablarlo. De la brisa del Pacífico, como las sirenas de Ulises, llegan sones que nos llaman a su vera.
No cambio a la niña de la sonrisa eterna, a la que su madre llamaba a tomar la leche. Ella se giraba, revolando sus coletas, explicándose: "vou tomar o leite"
Nada de eso cambio por la alemana que me presentó su lengua de una forma diferente, casi poética, levantando del orgullo de antecesores que perforaron el alemán buscando belleza. Hölderlin estaría orgulloso de esta rapsoda inesperada, que diera voz a su obra incomprendida fuera de tierras germánicas. No cambio ni mi español, ni mi valenciano, ni mi gallego, ni sus miles de matices y colores, por la sorpresa de encontrar alguno de ellos en una voz y su dueña. Pero abro una puerta antes cerrada, y quizás algún día esta lengua también será mía.
Comentarios
Publicar un comentario