Banda sonora I: 1975 Demis Roussos.
Mi madre se apuntó a la fiesta. Ni por esas me dejaba respirar tranquilo. En la pequeña pausa que los conductores se tomaron en Torrevieja, ella se empeñó en visitar la Lonja mientras yo prefería jugar un partido que se había montado en el aparcamiento, en medio de los autobuses. No hubo manera.
Recuerdo muy poco del viaje de ida, salvo los gritos histéricos en la lonja, pero a la vuelta, cansado ya el personal, el infantil y el adulto, presté atención a la música que ponía el conductor. Estaba sentado cerca de él, y pude ver que no era un casete normal, de los que había visto alguna vez por casa, sino un cartucho grande, parecido a las cintas de vídeo beta, que en aquel tiempo aún no existían.
Aquel armatoste fue repitiendo las canciones una y otra vez. Entonces La Manga-Alicante era un viaje largo. Demis Roussos se ganó el importe del disco con creces, y le compuso una banda sonora indeleble a mi último viaje con los Franciscanos. Cuando escucho alguna canción de ese disco, aún hoy, veo a mis compañeros pasar por mi memoria: Alexis, Alberto, Mijango, Maciá, Prieto, Pomata, Abegón, Fuster, Lirios, Montiel, Moratalla, Valera, De Rojas, Vera, Mira, Llorca, a quien se le murió un pájaro cuando trataba de salvarlo de una avispa que le rondaba. Todavía recuerdo muchos de sus nombres a pesar de que hace casi cincuenta años que no los veo, sólo a Alberto, y casi que no los nombro, a Alexis mucho. De fondo, como una bruma que lo cubre todo, la voz aguardentosa de Demis Roussos se confunde con la de los amigos que, desde el micrófono del guía, contaron chistes en aquella calurosa tarde de junio: el de Jaimito y la Batalla de Lepanto, o el del Fantasma de los ojos azules.
"Forever and ever" o "Goodbye, my love, goodbye", hoy en día, me llevan a aquel autobús, a aquella última ocasión en la que estuve con mis compañeros de los Padres Franciscanos, el primer colegio en el que fui bien tratado. Lo dejé con pena. Mucha. De vez en cuando ojeo el libro de lectura de ese curso, el Senda 4, y creo escuchar la voz de mis amigos, la mía quizás, leyendo en voz alta ante Don Alfredo, y me convenzo de que, por muchos años que viva, siempre los echaré de menos.
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