Cuentos del diccionario I: El pastor

     Anselmo no esperaba aquella nevada a las puertas de la primavera. Estaban los días anunciando su llegada, con los almendros en flor, los aromas llenando el prado con el polen divisado al trasluz y las abejas comenzando a ir y venir entre flores que buscaban descendencia y panales donde amasar la miel. No, no pensó que a esas alturas fuese a encontrarse el corral inaccesible, abrigado por un manto blanco, uniforme, que, como por arte de magia, también blanca, solo se había formado en la parte baja de la ladera, donde se levantaba su granja. El prado alto, donde pastoreaba sus ovejas, lucía verde y brillante en aquel amanecer extraño, bajo un cielo despejado de unas nubes que debieron salir huyendo tras su fechoría de la madrugada. 

    Espaló la nieve que asediaba el corral, dejando un camino de hierba húmeda que llegaba hasta la valla que rodeaba sus terrenos; a partir de ahí, la poca nieve que llegó a cuajar no impediría la marcha del rebaño.

    La mañana era fresca y, aunque el trabajo con la pala le había hecho entrar en calor, se abrigó con un loden viejo que su padre trajo de Alemania cuando regresó a casa con los restos de la División Azul a la que le alistaron a la fuerza. Nunca supo de dónde lo había sacado, pero a pesar de los muchos años que tenía y de los agujeros que socavaron las polillas del armario, seguía siendo la prenda de más abrigo que tenía. Se lo ciñó en la cintura con una tomiza que colgaba de la pared del corral, extraviado el cinturón en los anales de su memoria.

    Anselmo abrió la parte baja de la puerta y golpeó la superior para hacer salir al rebaño. Rayo, el perro pastor, le ayudó a agrupar las ovejas y emprendieron el camino del prado, cargado el hombre con un zurrón escaso donde apenas cabía un cuarto de hogaza de pan y un trozo de queso de tetilla, llevando la bota de vino colgada aparte, para ir dando tragos cortos cada poco tiempo, los primeros para calentarse, los demás para no coger frío.

    Por el camino hacia los pastos altos, las ovejas ramoneaban a los pies de los árboles y arbustos que encontraban a su paso; tenían hambre y picaban de aquí y de allá buscando hojas caídas y ramas a su alcance como aperitivo de lo que les aguardaba más arriba.

    -¡Vamos, Rayo! ¡Azúzalas! -le ordenaba Anselmo a su perro cuando el rebaño se quedaba atrás.

    Llegaron a su destino hacia mediodía. El cielo estaba despejado; el sol calentaba lo suficiente para que el pastor abandonara su abrigo sobre una roca, se sentara en el suelo utilizando la piedra como respaldo y durmiera una siesta del borrego como Dios manda, mientras su rebaño pastaba bajo la mirada poco atenta de Rayo, más ocupado en perseguir liebres a las que nunca conseguía dar alcance antes de que se ocultaran, burlonas, en sus madrigueras.

    Le despertó un gran estruendo acompañado de un temblor que reconoció enseguida. El cielo se había encapotado, parecía que hubiese anochecido y amenazaba lluvia, quizás nieve, aunque no parecía hacer frío para tanto, si bien volvió a ponerse el loden porque había refrescado bastante.

    No le daría tiempo a volver a casa antes de que descargara la tormenta que se anunciaba; lo que le había despertado debió de ser un trueno y no demasiado lejano ya que sintió la sacudida. Cerca de aquel lugar, apenas a cinco minutos a marcha de rebaño perezoso, la montaña, de pizarra negra, formaba un aprisco natural donde guarecerse. Allí se dirigieron; las ovejas, quizás sospechando lo que se avecinaba, se dieron prisa y obedecieron al pastor sin rechistar. Rayo dejó para mejor ocasión el husmeo de madrigueras y colaboró con su amo. Llegaron a punto para la tormenta. Todo el valle se vislumbraba desde el resguardo de la montaña y la cortina de lluvia semejaba una cascada que golpeaba contra los prados, para luego correr siguiendo la silueta del torrente que formaban las laderas a su alrededor, mientras tímidos rayos de sol se colaban entre las nubes, dejando gotas de luz como si fuesen las bombillas de un belén.

    El pastor se quedó dormido entre esa estampa bucólica y los efluvios del tinto de la bota, vacía a aquellas horas. Cuando despertó, era de noche. Ni el rebaño ni Rayo estaban allí. Tampoco hubiera podido verlos en la oscuridad del aprisco. Vio dos puntitos luminosos observándole y culpó al vino de ello. Cuando oyó el rugido, la garra del oso ya le había partido en dos para siempre.


Palabras del diccionario y sus culpables

Aprisco (Paraíso, Abdulrazak Gurnah)

Espalar (La lluvia amarilla, Julio Llamazares)

Loden (Opiniones de un payaso, Heinrich Böll)

Ramonear (¿Dónde está mi jersey islandés?, Stig Dagerman)

Tomiza (Platero y yo, Juan Ramón Jiménez)


Comentarios

  1. Magnífico ejercicio, Luis. El cuento tiene un final abrupto y sorprendente después de su bucólico inicio, aunque logrado desde luego. Me surge la inquietante pregunta de adonde fue a parar el rebaño, pero quizás sea mejor que no me respondas. En cualquier caso es un buen cuento. Enhorabuena por la nueva sección.

    P.D. No conocía la palabra "Ramonear"

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    1. Jaja, yo no conocía ninguna de las cinco, ahora ya sí. Bueno, lo del rebaño y el perro puede quedar a gusto del lector. Aunque me has dado una idea, quién sabe si en próximas entregas vuelven a aparecer. (No quieras saber lo que me ronda por la cabeza que me da la risa)

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