La biblioteca de la buhardilla III: Es Navidad.

            El camión se alejaba renqueante por la calle estrecha en la que había descargado su mercancía, sin que nadie se entretuviera en contemplar la espesa polvareda que levantaba a su paso. Era temprano, recién amanecido el mes de diciembre, frío, húmedo y sin embargo soleado, abrigadas las casas de leña y braseros donde calentar los pies y las almas. Comenzaban a llegar los aromas de la Navidad cercana, cuando la pobreza trata de sacar la cabeza del fondo, aflorando sonrisas y afectos, al tiempo de compartir la humildad de una mesa llena de esfuerzos y escasa de manjares, justos los dulces que llegan apenas a la boca de los más pequeños, triunfantes con el pequeño agasajo del turrón de una tableta repartida entre varias familias del vecindario.

            La guerra dejó muertos que ya no sufren, pero aún fueron más los heridos por la posguerra de hambre y casas rotas, de escasez y racionamiento que a duras penas a todos llegaba. En cada familia había un ausente de la Nochebuena, uno de esos que ya no vuelven y de los que no quedaba más consuelo que el “Dios lo tenga en su gloria” que curas y plañideras repartían entre sus deudos, con más rutina que sentimiento. Caía la vida casi en la resignación de lo inevitable, entre lo llevadero del verano y lo insoportable de los rigores invernales, alimentada la ilusión por las soflamas infumables de los camisas azules, que apelaban al Generalísimo, a Dios y a la Patria, olvidándose de las necesidades terrenales de su glorioso pueblo.

            Disipada ya la nube de polvo y humo, volvió la tranquilidad a la calle. Decenas de cajas de madera se amontonaban frente al número 7, esperando ser almacenadas. Josefina cruzó de acera y asomó la cabeza por la puerta de la casa de enfrente a la suya:

-         Xiques, eixiu que que hem de ficar les caixes a casa
-         Anem ja, nena

Tres mujeres salieron inmediatamente a ayudar a su hermana mayor.

-         Si qué heu demanat torró enguany, comentó Guillermina
-         L’any passat es va vendre tot, pareix que la gent va animan-se
-         Dona, un poquet si que sembla que haja millorat. I a mès, el raïm ha anat molt bé, sense cap pedregà.
-         No xarrèu tant, que hi ha molta feina. Encara no hem posat la dina i se tirará al damunt el migdia!
-         Ale, Manola, tira tu davant.

            Entre las cuatro, en poco más de una hora, tuvieron todo el turrón en el almacén, clasificado y ordenado: Xixona, Alicante, tortas imperiales, mazapán y pastelitos de gloria.

-         No has demanat Pan de Cádiz, preguntó Manola
-         No es ven molt, pèro tenim dos en la caixeta de mostres. No patisques que el teu home no s'en queda sense ell.

            Manola sonrió y le dio un sonoro beso a su hermana mayor.

-         El que val la meua germaneta!!
-         Mirales, sempre barallan-se i ara a partir un pinyó, rió Guillermina guiñándole el ojo a su hermana María.

            Se rieron las cuatro, contentas de haber terminado la parte dura del trabajo.

-         Ara a fer els paquets de les comandes. Esta vesprada, en vindre Luis i Manolo, ens posem tots, i demà els xicots poden començar a repartir els paquetets, dijo Josefina.
-         Primer tenim que apartar el de mosatros, nena.
-         Si, Guillermina, anem a deixar-lo en el pastaó de la mare. Alli no ho vorà ningú.
-         Tens el paper on vam anotar-ho tot?

            Las hermanas separaron cincuenta pastillas de turrón, entre Xixona y Alicante.

-         Agarrem vint-i-cinq de cada?
-         Millor trenta de blà i vint del dur, que molta gent no pot amb l’armela sansera.
-         Tens raó, concedió María
-         Hem de pagarli a Josefina 1,078 pesetes.
-         Jo tinc cinquanta pesetes de la mare, que vol ajudar, dijo Guillermina dejándolas sobre la mesa.
-         El senyor cura em va donar 100 pesetes, pero no s'ho digueu a ningú que sino té cúa a la sacristía demananli.
-         Vint duros l'hi has sacat al pare Andrés? Manola, filla, no sé com ho fas.
-         Josefina, dona, el agarraría en un renunci

            Todas rieron. Guardaron las pastillas en el amasador de la casa de su madre y volvieron a sus quehaceres cotidianos, entre pucheros, niños entrando y saliendo y avemarías de bienvenida.

            Los días transcurrían lentos, abrazados a la vejez del otoño que se despedía ceremonioso, con un manto de hojas ya desgastado sobre las calles,  que el viento del norte dispersaba, para ocupar su sitio el rocío helado de las auroras, roto por las recias ruedas de los carros y los cascos de las mulas, transformando el límpido espejo de la madrugada en un barrizal que era recogido por las mujeres cada mañana.

            Al amanecer de la Nochebuena, las cuatro hermanas ya andaban entre fogones, ayudadas por su madre que compartía, orgullosa, la generosidad de sus hijas.

-         Mentre bull el caldo, anem retallant el torró, dijo María

            Las cinco se pusieron a cortar porciones de turrón, que envolvían con papel de periódico y luego colocaban en unas cestas redondas de mimbre. El aroma del caldo iba impregnando toda la cocina, repicando la tapadera al llamado del hervor. Dejaron al fuego hacer su trabajo, mientras ellas continuaban el suyo. Cuando terminaron de envolver los dulces, colocaron las cestas en el salón y volvieron a la cocina a resolver el trajín de las ollas.

-         A quina hora vindrà l’home amb el carro de brases?
-         A les sis, Manola, respondío Josefina.
-         Von aneu totes menys tú, Josefina, així m'ajudes amb la sopa.
-         Si, mare. I els xicons poden anar amb elles.
-         Deixem les olles amb el foc fluixet, que no s'enfreden, i en vindre l'home ho saquem tot, dijo Guillermina.

            A las seis de la tarde, puntual, el carro del tío Tobías estaba dispuesto en la calle. Con tres braseros en su plataforma, mantendría calientes las ollas el mayor tiempo posible. Las colocaron cuidadosamente sobre las brasas, y luego las cestas en los laterales exteriores. El carro echó a andar con las tres hermanas al lado del carretero, que iba andando junto a la mula, mientras los niños zumbaban a su alrededor, jugando alegres y despreocupados.

Enfilaron la calle San Pedro, donde no habían llegado las escasas luces de colores que adornaban la Navidad y pareciera que en lugar de la Nochebuena transcurría por las casas y vecinos apenas un día normal. Los niños jugaban como cualquier otra tarde, aguardando las voces que los llamaran a la cena o quizás ya directamente al sueño.

Pararon la carreta al principio de la calle, concurriendo de inmediato niños y vecinas cargados de preguntas con que saciar la curiosidad. Al aroma cálido de las ollas, despertó el hambre de la audiencia y fueron aún más conscientes de lo pobre de sus mesas.

-         Traed recipientes para que os pongamos algo para la cena, dijo Guillermina a las mujeres que se habían acercado. Niños, avisad a toda la calle, venga, continuó dirigiéndose a los chavales del barrio.

Salían las madres por los portales, temblando las viejas soperas en las manos ávidas del calor de un buen caldo acariciando su vientre de porcelana.

-         ¿Cuántos sois en casa, Maruja?
-         Cinco, Manola

Y le llenaba el recipiente con cinco cucharadas soperas generosamente colmadas de sopa cubierta y cinco trozos de carne adobada. Los niños dejaban un paquetito de turrones en cada casa, seguidos por los críos de la calle que preguntaban por el contenido de aquellos trozos de periódico que nadie leería, portadores del dulce remate de la cena de una Nochebuena inesperada para aquellas familias.

-         Qué Dios os lo pague, repetido hasta la saciedad, qué Dios os lo pague, tras las lágrimas brotando de la pena y el agradecimiento, qué Dios os lo pague, y la mente buscando el momento en el que la Navidad dejó de ser feliz en un pasado demasiado reciente aún.
-         Feliz Navidad, repetían las hermanas. Dios quiera que el año que viene no haga falta hacer esto.

Anduvieron cerca de dos horas envueltas de emociones agradecidas, caras ilusionadas de niños que no esperaban Navidad alguna y lágrimas solidarias que brillaban al reflejo de la noche, como los adornos de un árbol tras la ventana semiabierta de un hogar satisfecho.
Las puertas de las casas se fueron cerrando tras ellas, reunidas las familias en torno a una mesa provista de generosidad y calor. Volvieron las hermanas y los niños a la casa de la abuela, donde también les esperaba la misma cena que habían repartido.  Llenos los platos de sopa y las porciones de carne en el centro, bendecida la mesa, como cada día, se alimentaron de risas y familia, de mirarse unos a otros, de tocarse el hombro o la mano, besarse el rostro o regalarse un guiño cómplice. Los pequeños colocando al Niño Jesús en el Belén, los mayores apurando la jarra de vino con que brindar por la suerte de estar juntos.

-         Ara mateix es la Misa del Gall. No anem a tardar molt en anarmon.
-         Faltan aún veinte minutos, Manola, no te preocupes que no hace falta que seamos los primeros, le contestó su marido.

Un sonido les envolvió súbitamente. Un murmullo tierno que llegaba desde la calle, regando la casa de música y color. Josefina se acercó a la puerta y la entreabrió. Cuando se giró hacia el interior estaba llorando, y las manos le temblaban mientras se tapaba la boca conteniendo la emoción.

-         ¿Qué pasa, Josefina? Pregunto su madre

Entonces la hija abrió las dos hojas de la puerta de par en par y una muchedumbre apareció ante los ojos de todos; la calle abarrotada de voces entonando canciones que llamaban a las puertas del cielo, adornaban la noche más feliz a aquella familia. Uno de los nietos de la abuela Pepica cogió al Niño Jesús de su pesebre, y pasando por delante de los mayores que escuchaban al numeroso coro, se sentó en el suelo, acunándolo. Todos, abrumados por el espíritu de aquella Navidad, se unieron en una sola voz, para cantar aquel villancico tan repetido:

“Noche de paz, noche de amor...”


Feliz Navidad, donde quiera que estéis.


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