La biblioteca de la buhardilla X: Ella.

       Aquel día aguardé el anochecer sentado en la playa. El murmullo del mar escondía los ruidos de la ciudad a mis espaldas. Cerca de la medianoche comenzaría la marcha que nos llevaría hasta el monasterio de Lluc. Había quedado con mis amigos en la salida, en el centro de Palma, poco antes de las doce. La espuma del oleaje se acercaba a mis pies descalzos cada vez con más ímpetu, pero aquel era un crepúsculo de agosto muy caluroso y las idas y venidas del mar no significaban ninguna amenaza.

      Encaramos los cincuenta kilómetros de caminata con jovial optimismo. Pasaríamos por pueblos y aldeas que nos ofrecerían bizcochos, empanadas, refrescos, vino y licores. Sobre todo vino y licores. Una multitud encaró la salida de la ciudad. Cientos de personas formábamos un pelotón alegre y cantarín. El cansancio llegaría después. Los primeros kilómetros fueron separándonos los unos de los otros. Fuera de las ciudades, reconocíamos las siluetas de quienes nos precedían ayudados por la luna que llena nos acompañaba. Las estrellas se difuminaban, tímidas ante su presencia.

    La fatiga fue alimentando abandonos durante la noche. Cerca del amanecer, caminaba solo sin saber el paradero de mis amigos. El numeroso pelotón se había convertido en un interminable cuentagotas de caminantes solitarios y de pequeños grupos que se mantenían unidos. Paré en una mesa del último pueblo antes del tramo final. Comí un poco de bizcocho casero, bebí algo de leche de granja, no me cabía más licor en vena, y tras dar las gracias a la mujer que ofrecía aquel festín, seguí mi camino. Diez kilómetros, casi todos en subida, que me llevarían a Lluc.

    A los pocos minutos me sorprendí cogido de la mano de una muchacha. Era una mujer joven, de mi edad, con ojos claros y sonrisa acogedora.

    - ¿Te molesta? - me preguntó.

    - No, en absoluto - contesté algo confundido.

    Seguimos caminando por el sendero cada vez más empinado. El sol comenzaba a levantar y amenazaba un día de calor. A aquella hora del amanecer, el rocío aún refrescaba el ambiente.

    - ¿Como te llamas? - pregunté

    - Ella.

    - ¿Ella? ¿Qué nombre es ese?

    - El mío.

    - Nadie se llama así.

    - Yo sí.

    Y sonrió para eclipsar al sol que rayaba el horizonte. Se paró y siguió hablando.

    - Caminaremos uno al lado del otro. Si te cansas, yo te ayudaré. Si me canso, tú harás lo mismo por mí. ¿Te parece bien?

    - ¿Y si nos cansamos los dos? - repliqué.

    - Entonces nos sentaremos en el suelo a cogernos por los ojos.



Siguió caminando. Nuestras sombras comenzaban a dibujarse a nuestro lado. Fueron despertando los colores y las formas acompañando a los aromas que levantó el rocío. Yo sentía su mano cálida abrazando la mía. De vez en cuando miraba a aquella muchacha desconocida que me devolvía una sonrisa por respuesta. Su voz era clara, tierna, inesperada.


     - ¿Quíen eres? - insistí.

    - Aún no soy nadie. Seré algún día. Seré ella.

    - ¿Cómo que no eres nadie? ¿Estás aquí, no?

    - ¿Me sientes?

    - Sí, claro. Siento tu mano. Tu voz. Te veo sonreir.

    Se paró. Me miró a los ojos y me dio apenas un beso. Al apartarse, mantuvo su mirada en mis ojos.

    - ¿Por qué escondes tus ojos?

    - ¿Cómo?

    - El color de tus ojos ¿por qué lo escondes?

    - Mis ojos son castaños. Cualquiera lo puede ver.

    - No. Tus ojos son verdes. Y lo ocultas.

    - ¿Sí? No puedo creer eso.

    Me sentí desnudo. Nadie me había mirado de aquella manera, fue como si Ella pudiera ver dentro de mí, donde ni yo mismo llegaba.

    - Cuando muestres a alguien tus verdaderos ojos, acuérdate de mí, de cómo caminamos uno al lado del otro, juntos.

    La miré extrañado, sin entender. Cómo si se fuese a evaporar en cualquier momento, desapareciendo del mismo modo que llegó.

    - No me mires así. Ya te lo he dicho, soy ella. Me reconocerás cuando me veas.

    - ¿Crees que no te reconocería? ¿Tanto tiempo pasará hasta que te vuelva a ver? ¿Y porqué piensas que querré estar contigo?

    - Preguntas demasiado - sonrió. Te lo repito, no soy yo. Soy ella. Mi aspecto no es el suyo, sus ojos no son los míos, mi voz no es su voz. Sólo me reconocerás por una cosa. 

    - ¿Qué cosa?

    - Aún no. Hemos de llegar arriba.

    Anduvimos la distancia que nos separaba del monasterio de Lluc. Nos tumbamos en el césped, exhaustos. No me soltó la mano. Al rato se incorporó un poco, acercó su cara a la mía y volvió a darme casi un beso. Mirándome con dulzura contestó a mi pregunta.

    - Porque pase lo que pase, siempre caminaré a tu lado.


    Cuando desperté, Ella no estaba. Como una profecía, todo cuanto me contó en aquella ascensión inolvidable, se cumplió. Cuando miro a mi lado, ella camina conmigo. Pase lo que pase.

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