Cuaderno de bitácora VII: El valor de una homilía.

     Mamá la recordó hasta los últimos días de su vida. Solía preguntarme de vez en cuando si recordaba aquella homilía del Padre Alfonso. Ella sabía que sí, pero las palabras inspiradas del sacerdote eran un vínculo entre madre e hijo que perduró hasta su muerte. Y aún ahora, quince años después de dejarnos, no puedo evitar el recordar al mismo tiempo aquel sermón y la admiración emocionada de mi madre.

    Era el año 1974, o quizás 1975. Yo estudiaba en el Colegio San Antonio de los Padres Franciscanos. La iglesia era nuestra parroquia desde que llegamos al barrio, aledaña al colegio donde fui bien tratado por primera vez en mi vida escolar. La señorita Isabel y Don Alfredo viven en mi memoria y en mi corazón, abrazados a mi agradecimiento eterno. Un domingo, como todos los domingos, fuimos a misa. No recuerdo si de once o de doce, pero la hora no importa: lo trascendente es que hay un antes y un después de aquella celebración. Al llegar a la homilía, las primeras palabras del Padre Alfonso nos dejaron de piedra.

    - "Hoy no tengo ganas de hablaros".

    Mi madre me apretó la mano. Quería que estuviera atento, algo le decía que no íbamos a escuchar palabras de compromiso, que no iba a ser un sermón más. No lo fue: recibimos una de las reprimendas más contundentes que jamás he escuchado a un sacerdote, una auténtica lección de vida. Aquel cura, revestido de blanco, no he podido olvidarlo, con una pequeña cruz roja sobre el pecho, nos echó en cara que íbamos al templo para que la gente nos viera, pero que al salir de él olvidábamos las enseñanzas de Jesús, que no practicábamos la verdadera caridad, que vivíamos pendientes de las apariencias sin sentir amor por el prójimo, que sólo éramos cristianos durante la media hora que duraba la misa y que luego no éramos capaces de vivir siguiendo la Palabra de Dios. Durante un buen rato, largo, estuvo sacando a la luz toda nuestra hipocresía, nuestra falta de sencillez cristiana, nuestro alejamiento de Dios. 

    Cuando el rapapolvo terminó, y parecía que la feligresía respiraba aliviada pensando que pasaríamos al credo, resultó que la homilía no había terminado. El Padre Alfonso desmenuzó el Padrenuestro, nos lo explicó como si de una catequesis se tratara, para que lo rezáramos conscientemente, a ver si el Padre nos iluminaba para conseguir la sencillez de espíritu que reclaman las Bienaventuranzas.

    Una homilía, sí, la única que recuerdo literalmente de toda mi vida. Aprendí a no pensar en las apariencias, a no tener dos versiones de mí mismo. No sé si ha sido el mejor camino que podría haber tomado, pero es el que me enseñó aquel sacerdote. Y cuarenta y cinco años después, sigo confiando en sus palabras.

NOTA: La foto pertenece al Colegio San Antonio de los Padres Franciscanos. Os invito a visitar su web          Colegio Franciscanos Alicante    

                                            

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