Cuaderno de bitácora VIII: Merlín ha vuelto.

    Lo escuché antes de verlo. Era el sonido de una flauta que adornaba de sones el paseo por el casco antiguo de Hamelín. Su música te invitaba a caminar despacio, susurrando los pasos, evitando los ruidos que te distrajeran de su voz. Lo vi, frente a la casa de bodas, recortado contra la fachada a sus espaldas, de pie, dignamente plantado, vestido con su túnica inconfundible, su melena y su larga barba, blancas como las nubes que prometen lluvia, con un pequeño cáliz de metal delante de él aguardando el agradecimiento de los mortales. Era Merlín. Y me acerqué. Estuve un rato mirando al primer mago de mi memoria, aquel que convirtió a Grillo, Arturo, en pez, en ardilla, en pájaro, y al que tantas veces pedí prodigios parecidos. Nunca salió de las páginas de aquel cuento o del pasar y pasar fotogramas por la pantalla del cine o la televisión.

    Estaba allí. Pero ya no es el Merlín del cuento infantil: es el druida del bosque donde escribo mis fantasías, el dueño del claro rodeado de árboles donde encuentro el refugio para que los bardos entonen sus canciones. Broceliande, el nombre del lugar donde os cuento mis historias. Es mi mago, el que se disfrazó de Panorámix para ayudar a los disidentes galos contra el Imperio Romano. El padre de Ginebra, la guerrera indomable de la que todos nos enamoramos alguna vez. El que cada primavera, y hasta entrado el otoño, aparecía en el mismo sitio, al calor del sol tímido que recorre la plaza del mercado de caballos, a regalarnos la música de su flauta. Entonces, yo vaciaba de monedas mis bolsillos en su cáliz rústico para recibir su reverencia de agradecimiento, que le devolvía respetuoso con la sonrisa puesta.

    Un día, Merlín desapareció. Me preguntaba por él. Le echaba de menos. Los caballos del mercado que cerró hace siglos piafaban tristes cercano el medio día, cuando el mago solía surgir sin que nadie supiera cómo o de dónde, a cantar con su flauta. Oías los golpes de herradura contra los adoquines del pasado llamando al druida eterno. Temí por su muerte, yo que lo creía inmortal; llevaba cuatro años sin escuchar la música que me traía la paz al alma.

La casa de bodas en Adviento.

    Hoy me sentaba al abrigo del muro de la casa de bodas a leer un poco al aire libre. La sombra la llevaba en las manos, la del viento, y el sol regaba la pared de piedra para aliviar lo fresco del aire, más otoñal que veraniego. Y lo escuché, de nuevo, otra vez, como antes. Miré a mi derecha y ahí estaba, Merlín, su túnica, su melena y su barba larga, blancas, puras, con su cáliz a un lado aguardando mis monedas. Tocaba la música que Beethoven puso a la alegría de la Oda de Schiller, la misma que yo sentí al verlo. Me he acercado a él, como siempre, le he hecho una foto, como nunca, y he dejado todas mis monedas en su cáliz, nos hemos encontrado en una reverencia antigua que me ha sabido a nueva, sin estrenar y he pensado que hoy era un buen domingo. Gracias Merlín.

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