La biblioteca de la buhardilla XIII: Hoy vendrá a por mí.


Irene corría escaleras arriba cada tarde, al regresar de la escuela, a buscar a su bisabuelo quien, postrado en su cama, le contaba historias, como en un susurro, sobre tesoros que estaban escondidos en los alrededores del pueblo.  Aquella tarde, Mario estaba un poco nervioso. Le contó una historia repetida con inusual rapidez y le preguntaba constantemente  por el día en que estaban.
-  ¿Qué día es hoy?
-  Jueves, abuelo.
Desde su catre trataba de girar la cabeza para ver a través del ventanal. Una rendija, apenas, le decía que aún era de día: el sol primaveral, envalentonado tras los rigores de los rayos tenues del invierno, alargaba las horas de luz.
-  Hoy va a venir por mí, dijo a la niña.
-  ¿Quién?
-  Jesús, respondió.
Irene lo miraba extrañada. A sus pocos años no comprendía aquellas palabras. Su madre sí. Desde el quicio de la puerta escuchó la sentencia del abuelo, recorriéndole un estertor que la inquietó.
-  Qué tonterías dice -protestó entrando en la habitación visiblemente alterada.
-  Sí, mi niña, si, hoy va a llevarme consigo. Tantos años sobre mis hombros, portando esa imagen, y esta noche subiré a su lado para darle consuelo.
Gracia arropó a su abuelo con las manos nerviosas y mandó a su hija a la planta baja:
-  Corre, sal a la puerta de la calle que no tardará en pasar la procesión.
-  Aún falta, no tengas prisa porque me muera - replicó Mario.
El abuelo tosió todo lo ruidosamente que le permitieron sus fuerzas y volvió a quedarse levemente dormido.
Los tambores resonaban en la lejanía. Gracia e Irene aguardaban la procesión en la acera de enfrente de su casa. Con Mario se había  quedado una enfermera que les ayudaba por las noches. La gente se agolpaba en la calle por donde pasarían los nazarenos de túnicas solemnes y en la esquina un coro elevaría cantos al cielo en honor al Cristo Crucificado.
Se habían apagado todas las luces de la calle y sólo un foco, dispuesto para iluminar al orfeón, regaba de penumbra el sitio. Llegaban ya los cofrades flanqueando al Cristo rezagado. Un pequeño descanso. ¡Al hombro! Sesenta y cuatro hombres cargan con su cruz. Un vaivén acompasado, doloroso, penitente.
Pasaba Jesús con la cabeza gacha ante la casa de quien sobre su espalda lo portó. Lento, majestuoso. Mira mamá, susurró Irene, la sombra de la cruz da justo en el balcón del bisabuelo. Calla, ordenó la madre con un gesto impertinente, mientras las voces comenzaban a vestir de réquiem la calle.
Apenas unos metros adelante el trono, cuando la sombra no descansaba ya sobre el balcón de Mario, asomó por el mismo la enfermera. Sin palabras habló la mujer: ha muerto.  Gracia entró en la casa llorando ya su ausencia, como una Magdalena al pie de la cruz. Irene no. La niña aguardó su pena un instante, viendo alejarse la procesión. La sombra de Jesús y su cruz se proyectaba en la pared sobre el coro, envuelta de sones solemnes. No, no estaba el de Nazaret solo, la sombra de un viejo acercándole una esponja húmeda a los labios se adivinaba a su lado. Seguramente, mientras saciaba su sed, le contaba, como en un susurro, historias sobre un tesoro escondido muy cerca de allí.
-------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Este relato se publicó en la revista "El Nazareno" de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús de Elche, que me hizo el honor de leerlo con buenos ojos. Quería compartirlo con vosotros, tras pasarlo por el tamiz del tiempo, y reducirlo ostensiblemente en un ejercicio literario que no sé si lo ha mejorado o todo lo contrario. Os dejo el enlace de ISUU de la publicación original. 

Revista Nazareno 2006.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Cuaderno de bitácora XIII: Censura

El baúl de las palabras I: Retestero.

Cuaderno de bitácora XV: Mirando por la ventana