Cuaderno de bitácora XV: Mirando por la ventana

    Está lloviendo en Hamelín y la gente se ha refugiado en la cafetería a la que suelo ir a leer cuando tengo un día libre. O en fin de semana. Los adoquines de la calle brillan a la manera de los de la calle Real de La Coruña, aquellos, los coruñeses, más grandes y menos numerosos que estos por los que transita el flautista, perseguido por turistas que debieran ser ratas o niños dispuestos a ahogarse en el río Wesser.

    Como mis paisanos gallegos, la gente aquí no tiene el miedo a la lluvia que tenemos en el Mediterráneo donde me crie y vivo. Cuando en Novelda caen cuatro gotas, a veces muy mal caídas, el personal huye en desbandada, corriendo en busca de refugio, a costa de resbalones, tropiezos y remojones innecesarios, que podrían evitarse si se guardase la paciencia debida para andar con calma.

También es cierto que tanto en Galicia como en Alemania, se sale a la calle pertrechados de un paraguas o una gabardina que quizás no hagan falta, pero la prudencia invita a escuchar esos "por si acaso" que dictan la conciencia y que tanto repetían nuestras madres y abuelas, a los que nunca, siendo niños, tuvimos intención de obedecer. Incluso, por las tierras del Flautista, puedes encontrar paragüeros solidarios, en los umbrales de los comercios, donde disponer de un paraguas que te ayude a llegar a casa o, cuanto menos, a cubierto. Basta con devolverlo cuando escampe para que otros, o tú mismo en un futuro lluvioso, lo puedan hacer servir.

    Un niño llora. Seguramente él sabe porqué. Su madre y su tía, creo que es su tía, me temo que no. Tiene pinta de querer continuar el paseo que la lluvia o el excesivo celo por lo seco de su madre, interrumpieron. Podrían seguir su camino, ahora apenas cae una ligera llovizna (me podría ahorrar la redundancia, toda llovizna es ligera, pero lo he escrito así esta mañana, en la cafetería, y no me quiero corregir. Además, la reiteración invita a pensar que es muy poca el agua que cae) que disfruto desde detrás de un ventanal, mientras escribo y me termino un café con leche a ritmo de procesión, frío ya sin remedio.

    Siguen aflorando los paraguas, me temo que inútiles ante una lluvia que ya se fue. Algún calvo temeroso de mojarse la cabeza desnuda, también pelos de peluquería, que aquí no abundan, se entiende que caminen bajo palio. Hay más capuchas que otra cosa, mientras el niño sigue llorando y se lo han llevado a la parte interior del café, muy al fondo, sin duda para que arrecie en su rabieta. Sí, ha subido el volumen y la frecuencia, quiere calle, me consta. Al final, su madre lo ha montado en el carrito, aunque el niño camina de maravilla -ha venido a saludarme al llegar al local, muy simpático y sin llorar-, y ante la promesa de continuar el paseo, se ha callado de golpe. También el soborno de un zumo con cañita que le ha dado su tía ha hecho su papel. Más la cañita que el zumo que, como todos los envasados, huele (y estoy a unos cinco metros de él) a medicamento para la tos. 

    Dejar de llover y vaciarse la cafetería, ha sido todo uno, simultáneo. Estos días vacían el paisaje de personajes a los que uno echa de menos: los tres o cuatro habituales que aguardan una limosna justificada por impedimentos físicos o sociales en carteles de cartón que no aguantarían la lluvia, a los que ya saludo como viejos conocidos, no han salido esta mañana. Tampoco los músicos callejeros, violines, guitarras, ocarinas, sí hay una chica eslava que toca la ocarina, acordeones, voces magníficas y un señor elegantísimo, con traje, corbata, chistera y las manos enguantadas de un blanco inmaculado,  que toca una caja de música que trae y lleva como un carro de chambilero, y al que le tengo una manía enorme pues me recuerda al Stromboli de Pinocho, el personaje de cuento más desagradable de mi niñez. Hoy esos músicos no estaban; cuando vas a Bremen, los célebres instrumentistas de allí no suelen faltar a la cita aunque llueva, pero, claro, son de metal y suenan con una moneda, cuya ranura está siempre disponible. 

    Mañana, quizás no llueva, haga mejor tiempo, saldremos a pasear y estaremos todos. Espero.

Comentarios

  1. La primera vez que estuve por el norte una de las cosas que más me llamaria la atención fue fue lo que tú comentas, estábamos tomando unos vinos en la calle y de pronto empieza a llover y en vez de salir corriendo, abrieron los paraguas y seguimos disfrutando de los vinos. Eso en nuestra bendita tierra sería casi imposible

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    1. Es un contraste que siempre me ha perseguido. Recuerdo en mi primera niñez, salir a pasear con mis padres por La Coruña, ellos con gabardina y paraguas en la mano. Y si llovía, lo abrían y a seguir. En cambio en Novelda, era llover y mi madre entraba en pánico, corriendo a buscar dónde guarecerse inmediatamente.

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    2. Tienes razón estuve en Bélgica unos días, el primer dia tenía una excursión andando por el casco antiguo y llovió sin parar sin tregua, y todos andando con paraguas y otros sin paraguas como si llevarán unos impermeables invisibles, fue curioso en España se suspende seguro,

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