La biblioteca de la buhardilla XV: Ausencia IV

     

Creí que algún día me acostumbraría a verla desparecer, a encontrar la casa vacía, al hueco de su cuerpo entre las sábanas, al aroma de su piel desvaneciéndose día tras día. Y esa costumbre, nunca llegó. Tampoco ahora que jamás regresará de donde ninguno volveremos. No sé qué dolor estoy llorando ante su lápida, si esta ausencia definitiva o todas las que sufrí -o disfruté- durante su vida. "Los mejores perfumes, en frascos diminutos" me decía para convencerme de que los seis o siete meses al año que me dejaba estar a su lado eran mejores que toda una vida juntos. No quería que la diese por supuesta, que despertara cada mañana con la convicción de que estaría allí por la noche. 

    Nunca pude ni siquiera adivinar por su manera de comportarse, que un día cualquiera iba a ser el último. Era tan impredecible, no existían en ella rutinas que romper, hábitos que cambiar para levantar mis sospechas. Todo era nuevo, desde la forma de abrir los ojos al amanecer, la textura de su voz, la forma de mirar, hasta la manera que tenía de vestirse. Me asombraba como representaba una danza diferente cada día, como las mismas prendas de ayer parecían distintas al día siguiente entre sus manos. La ropa interior, su falda, la blusa, los zapatos, los pendientes, la cinta con la que sujetaba esa coleta que lucía con tanta gracia y que nunca oscilaba igual; quizás todo eso era lo mismo que ayer o que hace una semana, un mes, pero parecía comprar ropa y gracia nueva cada día, sólo con la manera de vestirse. Unas veces, sin apartar su mirada de la mía deslizando sus prendas delicadamente sobre su piel, como una caricia que yo envidiaba. Ella se daba cuenta y me decía que esperara a la noche, que entonces la podría acariciar cuanto quisiera. Otras veces, dándome la espalda, se vestía con rapidez, como si fuese una ejecutiva que llegara tarde a una reunión de trabajo, ajustándose los zapatos con una impaciencia que no necesitaba.

    A veces me pedía que la vistiese yo. Ella se dejaba hacer mientras repartía caricias por todo mi cuerpo que me iban pidiendo que deshiciera lo vestido. Acabábamos siempre desnudos sobre la cama haciendo un amor del que nunca teníamos suficiente.

    Hasta que un día, al atardecer, cuando yo abría la puerta al regreso del trabajo, oía el silencio que su ausencia dejaba. No era una recado urgente, un café con las amigas que nunca conocí, un paseo a primera hora de la tarde lo que la había entretenido fuera de casa. No era eso. Una vela alumbraba sobre el recibidor junto a otras tres aún apagadas. Era la señal. Ella no volvería hasta que las cuatro se hubiesen consumido. Yo no podía encenderlas a la vez, sólo una a una, cada anochecer hasta el alba. Derretida la cera de los velones, a veces regresaba enseguida. Otras, se hacía de rogar. ¿Cómo sabía que se había cumplido el tiempo? Nunca lo supe.



    Tras uno de sus regresos, al verla sentada en el sofá, leyendo con la ceremonia con la que leía, siempre bien vestida, nada de pijama y bata, me senté a su lado, le cogí el libro de las manos, lo dejé sobre la mesa y le di un beso dulce, tierno, largo, saboreando en su boca los aromas de la ausencia. Me separé un poco, cogido de sus manos, y, mirándola a los ojos, le dije: te llamaré Guadiana.

Comentarios

  1. Muy bonito y tierno ella era un sueño que esperaba cada noche para vivir lo que una irrealidad que le gustaba y que buscaba o necesitaba él

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