La biblioteca de la buhardilla II: "De alguna manera (Claro de luna)"
La
partitura del Claro de luna descansaba abierta sobre el atril del piano,
esperando que ella la interpretase. Es la favorita de Juan, me dijo casi
excusándose la primera vez que entré en aquella sala. ¿Juan? Mi novio. Está en
Sevilla, le queda hasta julio para licenciarse. Esparcimos los libros sobre la
mesa camilla. No entendía muy bien que hacía en la casa de aquella compañera a
la que no soportaba, pero que poseía algo que me atraía incomprensiblemente.
Quizás era la búsqueda de ese algo, o quizás el contraste tan extremo entre su
mundo y el mío lo que me llevaba hasta allí. Aromaban aún los días de la Navidad reciente, apenas
recogidos los belenes, devueltos los árboles de plástico a sus cajas y las
felicitaciones y buenos deseos al olvido más rutinario. Entre los textos y
problemas, las notas de la sonata para piano reclamaban obsesivamente mi
atención. Mi mirada iba y venía, buscando la música de Beethoven en aquellos
pentagramas. ¿Te gusta la música? Sí, contesté, devolviéndome hacia la mesa con
un perceptible rubor culpable, de quien ha sido sorprendido en falta. Mientras
la apariencia volvía a la normalidad, en mi mente, absorta, resonaban las notas
del Adagio a través de un piano imaginario, sutil, melancólico. Una confesión
íntima, transportada desde dos siglos atrás. Una hermosa melodía que invoca a
la nostalgia y un monótono acompañamiento que lo envuelve todo de un halo de
tristeza. Pienso en Beethoven angustiado, a despecho de un amor no
correspondido. Mientras, levemente, va cesando la música en mi imaginación.
Todo se diluye en un disminuendo frágil que nos lleva al inevitable silencio
reparador. ¿Dónde has estado? Me preguntó divertida. ¿Qué? ¿Qué donde has
estado? Parecía que no estabas aquí. Sí, sí que estaba. No era más que una
respuesta. Ella me buscaba entre los libros, en la atención hacia sus
comentarios, en la geografía concreta y circular de la mesa. No podía
encontrarme allí. En aquellos momentos su voz me había sorprendido volviendo de
un claro de luna que no me pertenecía. Era su pieza favorita, la de Juan. Él
sabía que el piano, que aquella sonata, le hablaba del amor de Ana, al igual
que Beethoven, al escribirla, decía amar a Guilletta. La partitura, abierta,
era un dardo envenenado que, sin saber bien porqué, me había venido a buscar.
Los días cambiaron para mi su color. La
claridad de la luna revestía de una tonalidad argéntea cuanto me rodeaba: las
sonrisas, las miradas, los gestos no eran los mismos. En cada palabra, en cada
tono de voz, buscaba alguna nota de aquella partitura, siempre abierta sobre el
piano, aguardando que Juan regresara. ¿Por qué la miras tanto? Me había
preguntado aquella tarde. Yo estaba sentado a horcajadas sobre la banqueta del
piano, mientras ella recogía sus apuntes. ¿El qué? A Beethoven. No, no es nada.
Ana me sorprendió sentándose frente a mí, compartiendo el lado libre del
asiento. ¿Porqué lo miras tanto? Me volvió a preguntar mirándome fijamente.
Descubrí en sus ojos una dulzura nueva para mí. Agaché la cabeza evadiendo la
respuesta. Era la Sonata
favorita de Juan y comenzaba a sentirla como una amenaza, como un símbolo de
algo inaccesible: Ana. Ella apoyó su cabeza en la mía. El tiempo pasaba
desapercibido por nuestras voluntades. Me descubrí mucho más cercano a ella de
lo que pensaba; desparecían las pinceladas de su ser que yo creía amargas,
mostrándome una imagen tan próxima que apenas recordaba tantas y tantas cosas
que días antes nos separaban. Levanté mi cabeza para hablarle de la Sonata , de aquel papel
pautado que me incomodaba, que traía el recuerdo de una espera de alguien que,
con el estío, regresaría al paisaje de sus notas. Me había leído el
pensamiento: cerró la partitura para liquidar la nostalgia de lo venidero, y
acercó nuestros labios hasta la caricia, compartiendo el aroma de su aliento y
el mío. El frágil abrazo que nos envolvió fue encontrando excusas para la
intensidad, para recorrer el breve espacio que habitaba entre dos cuerpos que
se buscaban. Beethoven atacaba el allegretto de nuestro Claro de Luna; era de
una gracia vacilante, pero no era su pieza favorita, la de Juan, era la mía.
Entre lo furtivo y lo novicio vivía yo
el contacto con su alma y su piel. Cualquier rincón, cualquier momento
robado, lo convertíamos en el pretexto perfecto para indagar los resortes de
nuestra sensibilidad. Compartíamos melodías, cada uno a su modo: ella acariciaba
el piano con las mismas manos con las que me recorría; tocaba con la misma
pasión que me transmitía con su tacto sobre mi piel. Yo le cantaba canciones
que asemejaban presagios: “De alguna manera tendré que olvidarte...” Te sale de
muy dentro esa canción, me decía. Sí, de lo hondo de la pena, pensaba sin darle
más respuesta que una tímida sonrisa de complicidad. Yo vivía aquel amor
prestado con el espíritu de la hoja caduca. Juan habitaba entre nosotros, en
sus tiernas cartas repetidas, en mi sensación de recibir caricias antiguas,
caricias que ya le habían pertenecido a él un tiempo atrás y que le volverían a
pertenecer a su regreso. Cada beso venía acompañado de un porqué sin repuesta.
En su boca no hallaba contestación, ni en su cuerpo recorrido hasta el último
rincón inimaginable. ¿Por qué? ¿Por qué? Repetía mi mente mientras mi piel
reposaba sobre la suya, sudorosa tras la batalla. ¿Por qué me dejas? Me
preguntó, recién abril, cuando busqué mi soledad como refugio. Esto no está
bien, le dije sin mirarla. ¿No está bien? No, no está bien. Ni está bien por
Juan, ni está bien por ti, ni está bien por mi, Ana. Salí de su casa aquella
noche con su imagen alojada en mi retina. Aún estaba el Claro de Luna cerrado
sobre el piano, cuando me fui. Faltaba en esta historia el tercer movimiento.
¿Cuál sería? Quizás nunca llegaría a saberlo. Con la inquietud de cuanto se
deja inacabado, llegué a casa buscándome en algún lugar de mi memoria. En la
tarea, tras resonar muchas campanadas desde la lejanía, llegó el agotamiento
que me dejó levemente dormido.
Cuando desperté percibí su olor entre
mis sábanas. La noche anterior había dormido conmigo con la excusa de un examen
y la ausencia de mis padres. Me asustaba el hueco de su cuerpo; me encerraba en
la idea de que Ana era irreemplazable. El timbre. Miré el reloj. ¿Quién sería a
las ocho de la mañana de un sábado? Era ella. Estaba guapísima, vestida de
verde esperanza, adornado el gesto por su mirada negra. ¿Qué haces aquí tan
temprano? Llevaba un libro entre las manos. Toma, esto es tuyo.
Me dijiste un día que eras como el protagonista de esta historia,
¿no? me preguntó muy seria. Sí. Me miró fijamente durante unos instantes que se
me antojaron eternos: entonces, lucha. No te rindas. ¿Qué luche? Sí. Por mí.
Lucha por mí. No sé el tiempo que transcurrió hasta que reaccioné. Pasaron por
mi cabeza cientos de pensamientos incoherentes. No encontraba la serenidad
precisa para contestar a su petición. No me estaba pidiendo solamente que no me
rindiera, me estaba pidiendo ayuda a gritos para romper el lazo con su pasado,
que la mantenía sujeta a un hombre y a una vida que ella no deseaba, y de los
que no era capaz de separarse por si sola. Le acaricié la cara con ternura; Ana
relajó su estudiada firmeza y entró empujándome hacia el interior, cerrando la
puerta tras de si. Estábamos ya desnudos antes de llegar a la habitación. El
rastro de nuestras ropas simulaba un camino hacia la desesperación. Cada
embestida de nuestro amor llevaba hasta mi mente el primer verso: “De alguna
manera tendré que olvidarte...” Y mi rabia contenida se liberaba a cada gesto,
derramándome en su interior, como un epitafio convenido. Durante unas horas no
existía nada ni nadie a nuestro alrededor: ni Juan, ni Sevilla, ni la luna con
su claro que nos viniese a velar la pasión.
Transcurrieron de nuevo días felices,
abstraídos de cualquier futuro posible. Hoy por hoy, sin planes, sin proyecto,
sin presupuesto de nuestras vidas, hasta que una tarde de mayo llegué a su
casa, inocente, confiado tras la rutina de las últimas semanas. Ana no me
devolvió el beso. Repetí, encontrando el mismo silencio gestual. Voy a portarme
bien, me dijo. O sea, que todo lo que habíamos compartido había sido una mala
obra. Me apoyé en el quicio de la puerta con la mirada perdida. Perdida hasta
que mi retina recuperó su consciencia al reparar en el piano: sobre él una
partitura descansaba abierta. Me acerqué en silencio, mientras Ana rebuscaba en
la cocina: Claro de Luna, tercer movimiento: presto agitato. El amor imposible
de Beethoven comenzaba a ser el mío. Cada golpe del martillo en las cuerdas del
piano era un latido nuevo que llamaba a la desesperación. Presto agitato. El
alma inquieta en el movimiento más largo: el del resto de la vida. Miré hacia
la cocina: Ana ignoraba. Salí de la casa tras echar una última ojeada a la
partitura: es su favorita, la de Juan. Mi preferida afloraba a los labios
mientras franqueaba la puerta: “De alguna manera tendré que olvidarte...”
Cuando, al salir, pasé por delante de la ventana, tras la que el piano
aguardaba, llegaron hasta mí las notas de una hermosa melodía que invocaba a la
nostalgia y un monótono acompañamiento que lo envuelve todo de un halo de
tristeza: la mía.
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